DALILA Ella me mira desde un rincón de la cama con fiereza. Le brillan
los ojos como si deseara asesinarme. A veces me da la impresión
de que sería capaz de matar, llegado el caso. Yo en cambio no podría.
Me he imaginado en una guerra. Acuclillado en la trinchera. Justo en el
momento antes de que el capitán ordene avanzar con un grito y un
silbatazo, como si fuera un árbitro de fútbol. Ni siquiera
pasé el servicio militar en una unidad. Sólo puedo recurrir
a imágenes extraídas de las películas para figurarme
en esa situación. Path of Glory. A través de las explosiones
se oye el estridente silbato. Marcando, supongo, tarjetas rojas y amarillas
para muertos y heridos.
No sé que haría si me encontrara en esa situación.
Puede que simplemente me tirara al suelo y fingiera mi muerte.
Soy un cobarde. Demasiado cobarde para ser realmente malo.
Dalila no. Ella es fuerte. Cuando sabe qué quiere, es capaz de cualquier
cosa. La única grieta en su carácter soy yo. Su cuerpo es
un valle para mi voluntad. He logrado doblegarla. No sé bien cómo,
y menos por qué. Pero ahora todo mi imperio se derrumba. Y quizás
siempre fue así de frágil. Puede que simplemente ella haya
consentido mi tiranía, pero entonces no era tal. Una tiranía
que se la pueda sacudir uno de encima cuando quiere, no es tal.
Ahora ella quiere ese niño. Y estoy seguro de que lo va a tener.
En todo caso, soy un padre prescindible.
Se levanta y empieza a ponerse la ropa. Lentamente, como si fuese un ritual.
Es evidente que me está dando tiempo para retractarme. Pero mi decisión
también está tomada. No desde hace diez minutos, cuando me
dijo que estaba embarazada, sino desde hace años. Así que
no digo nada y la dejo hacer. Finalmente termina de aderezar su belleza
frente al espejo de la cómoda.
- ¿Eso significa que vas a estarme esperando? -le pregunto cínicamente.
- No te hagas ilusiones. - me da la espalda y se dirige a la puerta. Me
pongo un pantalón. La sigo. Es una costumbre. La sigo pavlovianamente.
- Y agradece que no te esté velando.
- Cierra la puerta tras sí. Desaparece de una vez. Ya está bien.
Aburrido de verte. Seis putos años de ti son más que suficientes.
A estas alturas, si no me imagino a cualquier extraña en cuatro
no logro siquiera venirme. Y no es que te haya sido fiel. Ni un día,
ni una vez. Me pregunto por qué siempre regresaba. Quizás
no podía prescindir de mi tiranía. Entonces yo era un rehén
de mi propio poder sobre ti. ¿Que clase de poder es ese?
Idiota. Piensas demasiado.
Me tiendo sobre la cama. El bombillo está encendido. El cuarto es
tan oscuro que, aun de día, si no se prende la luz no puede uno
ver nada. Es el cuarto perfecto para amar. O mejor, para templar. El amor
la mitad de las veces es impedimenta, la otra, simplemente disgusto.
El sexo no. Es limpio, a pesar de lo que alguna gente cree. Sin complicaciones
de ninguna clase. Ni enojos, ni celos, ni mentiras. Es la expresión
animal de la ciencia. Sólo valen las pulgadas. Las medidas. Dos
animales refolcijándose en una cama, un parque, una estación
de trenes. Lástima que no quiso hacer nada. En cuanto me dio la
sorpresa (así, con aires de sorpresa) nos separamos y no hubo posibilidad
de nada más. Una vez la vi con su novio. Entonces éramos
simples conocidos. Estábamos en el parque donde la guagua nos recogía
para llevarnos a la beca. A las seis de la mañana, en invierno,
no hay ni asomo de sol. Ella tomó al muchacho de la mano y se
apartaron del resto de los estudiantes, dejando las mochilas con una amiga.
Los seguí. Di un rodeo a través de los senderos de concreto.
Mirando el suelo. Un poco avergonzado de lo que estaba haciendo. Se detuvieron
cerca de un árbol inmenso, de esos que echan raíces desde
las ramas. Dentro de una de las grutas que forman éstas, se ocultaron.
Lo podía ver a él, la camisa azul y el pantalón oscuro
moviéndose atrás y adelante mientras la penetraba. De ella
sólo vi la pierna que alzó para abrazar la cadera del
otro.
Me abro la portañuela.
Ahora estoy en una guerra. Entre combate y combate. La cara tiznada por
las explosiones de los obuses. Llena además de fango y suciedad de
varios meses. Me siguen algunos otros soldados, tan sucios como yo. Caminamos
encorvados, como si nos acechara el peligro. Detrás de un montículo
de tierra, nos dejamos caer. Sacamos la cabeza por sobre el lodo y vemos,
unos metros más allá, a una pareja haciendo el amor. Son
dos campesinos. Están tendidos sobre la hierba en una jardín
impoluto. Los espiamos un rato. Siento el peso del ambiente. Los otros
esperan a que de la orden.
Me paro sobre la pequeña montaña de lodo y ellos me siguen.
Los campesinos nos ven. Somos los cuatro jinetes de la Apocalipsis en su
versión Playboy. Intentan evadirse, pero antes de que puedan hacerlo
están rodeados. Un disparo le abre el pecho al hombre, que cae en
el vacío y desaparece.
Le aprieto los cachetes con los dedos, como me hacían las auxiliares
del círculo. Saco mi revolver. Lo introduzco en su boca. Un grito,
y mueres ¡perra!, la amenazo. Tiro de su pelo y la obligo a ponerse
en cuatro. Tiene que dar unos pasos, a gatas. Queda frente a mí.
Sus nalgas ligeramente levantadas. Me desabrocho el pantalón. Su
sexo está aún un poco mojado; la penetración es fácil.
Los muchachos sonríen a mi alrededor y alborozan. Yo le sigo dando.
Mientras le mantengo la cabeza erguida por el pelo.
Siento el semen, que llega.
Ella vira el rostro y Dalila me está mirando con ojos asesinos.
Hasta entonces no había notado que era ella. Disfrazada de campesina.
Pongo el revolver contra su cien. Aprieto el gatillo.
Contraigo las piernas. Ruedo sobre un lado y me vengo sobre las sábanas. ¿Quién
va a lavarlas ahora, eh? Olvídalo. Me pongo nuevamente de espaldas.
Descanso. El bombillo sigue prendido. Si no, no se ve nada. Este es el cuarto ideal para el sexo. |
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